Juan Antonio Gallardo
Había dos caminos posibles. Uno de ellos asfaltado, con rotondas y muchas señales de tráfico, una carretera, vamos. Y el otro camino era para las cabras, pero más bonito. ¿Cuál de ellos escogería nuestro muchacho esta soleada y veraniega mañana de sábado?
Entretenido en la conducción por lo de las cabras, esquivando socavones y mirando, cuando podía, al horizonte, no me fijé, o me fijé tarde, en que el cuadro de mandos estaba como una verbena. Se habían encendido como el día del alumbrado, todas las icónicas lucecillas. Lo del aceite, lo de la batería, ya digo; la alerta nuclear. Cualquiera diría “este tío tiene que tener una moto de puta madre, porque la ha sacado ya en los papeles dos o tres veces”. No es así, la moto no vale gran cosa y ahora que me ha dejado tirado en medio de este camino, a ocho kilómetros de la civilización, menos todavía. Ahora es, definitivamente, una mierda de moto.
Porque así han sucedido las cosas. Tras el fulgor, vinieron unos ruidos extraños, como si tosiera y fue debilitándose, marchitándose como un enfermo terminal hasta que se detuvo. El de antes dirá que hay que ver lo que está leyendo, qué tontería; una moto. Aquí tengo que defenderme y decir que Cervantes le buscó a Don Quijote aquel jamelgo; Rocinante. Mi moto no tiene nombre, ni tiene nombre lo que me ha hecho hoy, pero podría ponérselo.
Sigamos: en los últimos quince años, yo creo que salido a la calle sin teléfono móvil dos veces; una vez porque me lo habían cortado, pero bien cortado; comunicaban cuando llamaban los amigos, chivándose: Este usuario tiene restringidas las llamadas entrantes. Y hoy.
Heme pues, a las doce del mediodía, cuando el sol del verano hace que a la gente les dé el golpe de calor y se mueran por los caminos (de cabras) caminando penosamente en busca de un bar desde el que llamarla a ella para que me rescatara con su coche y buscar el taller y una grúa.
Otro detalle: como no había hoy que ir al trabajo, me he puesto unas zapatillas de esas que llaman “camping” y no hay guijarro que no se clave en la planta del pie. No sé en qué “camping” le pusieron ese nombre a este calzado. También constato que es un mito eso de que por estas tierras haya un bar en cada esquina.
Más o menos, tras recorrer cuatro kilómetros en los que he visto qué maravilloso es el campo con su olor a estiércol, sus ratas corriendo como si las persiguiera un gato y sus legiones de insectos negros que se venían a la camiseta de uno a echar el rato y algunos abejorros que se acercaban hasta mi cuello, como los vampiros, y después de chulearme un rato se marchaban, diciendo por ahora te estás librando. Pues tras esos cuatro kilómetros encontré por fin una venta de carretera.
No sé qué pinta debía tener, pero la muchacha que estaba detrás de la barra me miró con gran desconfianza y yo creo que iba a echar mano del bate de beisbol por si uno fuese un bandido. Le pregunté si tenía, por favor, teléfono público. ¿Él qué? Preguntó ella a su vez, como diciendo, ¡ea, ya tengo aquí al primer tonto del día! Le expliqué, más o menos, lo que había pasado y la muchacha me dijo que no, que teléfono público ni tenían, ni sabía ella muy bien qué significaba eso. Yo pensé: Ahora me dirá, no se preocupe usted, caballero. Ahora mismo le dejo yo el mío, mi teléfono móvil para que organice así el rescate. Pero no. Me dijo si iba a tomar algo y cuando le pedí un vaso de agua, por favor, me miró con tanto desdén que se me quitaron las ganas de pedirle el teléfono móvil con el que, para más inri, no dejaba de mandarse mensajes , seguramente con algún novio.
Vamos a disfrutar de esta romería, concluí ya derrotado y sabiendo que tendría que ir caminando bajo los treinta y tantos grados a la sombra, hasta el taller de reparaciones más próximo. Me dieron ganas de coger un palito, igual que los peregrinos, para darle consistencia a la estampa, pero andaba pensando en eso cuando se me pegó otro caminante. Lo juro por el chasis de mi moto.
Hola, amigo, qué paseando. Le iba a decir que no y le iba a contar mi vida, lo que me había pasado y todo eso. Me detuve a tiempo y dije que sí, que hacía un día magnífico para pasearse.
En mi país, dijo con acento cubano, sí que pega fuerte esta vaina. Se refería al sol, no a mí. Ah, no es usted de la tierra. No, no lo era. Venía este hombre de Camagüey , sí señor y era, a ver cómo digo esto, era…brujo. Si no fuera por los flecos costumbristas estaríamos ante uno de esos relatos un poco naifs de Khalil Gibran, el poeta libanés.
Uno está acostumbrado a las noches canallas y, pese a que era mediodía, acepté lo de brujo con la misma pachorra que si me hubiese dicho que era taxista, es más; si me hubiera dicho taxista, lo mismo hubiera pensando en un milagro, pero brujo; ¿de qué me servía a mí un brujo a estas alturas de la jornada? Yo creo que algunos sudamericanos desde que García Márquez se puso las botas con el realismo mágico, se sienten en la obligación de tener oficios raros. Sicoanalistas, subcomandantes, troveros…o brujos, como este amigo.
Estuvimos el brujo de Camagüey y un servidor andando juntos hasta que llegamos a la civilización. Me quedo aquí, le dije al Merlín latino, que viene mi familia a recogerme. No era verdad, nadie sabía nada de mí ni de mi tribulación, pero el cubano no paraba de hablar y me estaba poniendo muy nervioso.
Tenía, me contó, una amiga en el pueblo que le había prometido darle alojamiento y comida hasta que pudiera él montar una especie de gabinete de Vudú o yo qué sé, en la calle Ancha. Ya nos veremos, amigo.
Sí, dijo él, pero antes permíteme, viejo, que te ofrezca un hechizo muy sencillito para celebrar el solsticio del verano (léase esto con acento cubano cerrado) Sólo tienes que guardar en una bolsa bajo tu almohada veintidós centavos, compadre, y seis granitos de café, amigo y la suerte te acompañará todo este tiempo, así es la cosa, viejo…Le pregunté qué por qué esas magnitudes tan exactas: veintidós, seis, y me dijo: Esa es la cosa, el día de la fecha, viejo. ¡Ah! Claro, dije yo como si eso lo explicara todo. Pues nada, en cuanto llegué a casa me pongo con el sincretismo. Adiós, Compay. Estuve parado en una señal de Stop un rato, viendo cómo se alejaba porque le había dicho que allí mismo me esperaban mis seres queridos.
He llegado a casa cansadísimo, con la camiseta llena de bichos negros que se han muerto ahí y con mucha sed. He contado lo del brujo y tampoco le han dado mucha importancia. Ella quería meter los veintidós céntimos, porque centavos no tenemos, en la bolsa. Lo de los granos de café no lo dije, por no complicar las cosas. Mi hija se negaba en redondo, está ahora en plan racionalista radical. Y a mí me daba exactamente igual porque yo sé que la suerte no existe. Hoy lo he comprobado otra vez, como si dijéramos “empíricamente”
Juan Antonio Gallardo

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