Juan Antonio Gallardo
Estaba buscando un libro para un regalo. No es fácil, en cada estantería me encontraba con algo que me interesaba a mí y que seguramente no iba a gustarle nada al destinatario de ese regalo. Un epistolario de Jorge Guillén, una antología de poemas chinos de la dinastía Tang, como los jarrones.
Los anaqueles estaban desordenados, quizá como una estrategia comercial del librero, y donde habían rotulado “Biografías” podías tropezarte una edición muy bonita de “Notas del crepúsculo” de Josep Pla y volvía uno a olvidarse de la razón por la que estaba allí. Al final terminé haciendo a la dependienta una breve y superficial descripción del conocido que no se caracteriza precisamente por ser un gran lector, pero tiene inquietudes culturales, por ver si ella pudiera asesorarme sobre alguna novedad que estuviese pegando fuerte en las propagandas literarias. Había unas cuantas; la auto/hagiografía de José María Aznar, uno que fue presidente, unas cuantas antologías de recetas de cocina perpetradas por chefs lenguaraces y descarados, y novelas sobre cómo se ponen cachondísimas algunas mujeres, que creo que es dándole cates en las nalgas y llamándolas golfas.
Como el clásico, terminé diciéndole a la dependienta “póngame, por favor, lo que sea costumbre”.
Pero en aquella pesquisa tuve oportunidad de tropezarme con libros de amigos, un par de ellos editados por mí hace unos años, cuando junto a Jota Siroco montamos aquella editorial de poesía “Libros del Malandar”. Hay que ver en los jaleos que se metía uno para que al final, salvo honrosas excepciones, saliéramos escaldados de nuestra filantropía de barrio.
Arrumbados en una esquina había también unos cien, quizás más, ejemplares de una biografía escrita por una señora del pueblo. La mayoría estaban todavía precintados y en la bolsa, tal como salieron de la imprenta. Cogí el que coronaba la montaña y me entretuve en leer la carátula. La señora había puesto en el currículum hasta la más mínima tontada en la que había participado y resultaba triste y hasta un poco pornográfico, como el libro de las cachetadas y los pellizcos para poner calentorras a algunas mujeres, la profusión de nimiedades, sin dejar nada para el misterio. Otro misterio fue darme de bruces con algunas genialidades y no ser capaz de entender nada, como si de pronto y con los años en vez de ir mejorando, nos hubiésemos quedado alelados y nos dieran mareos cada vez que leemos los folclorismos de una acedía rumbera.
Y por fin, saliendo de esa especie de caverna a la que el librero había condenado a los paisanos, los pringados, los fugaces, los genios chirigoteros y los poetas super maditos, me encontré con uno mío, con un libro de poemas escrito hace mucho tiempo. Allí estaba la criatura, amarilleando por el paso del tiempo e ilustrado con una fotografía en la que parezco un quinqui saliendo de prestar declaración en una comisaría. Si dejamos a un lado que recuerdo las circunstancias y las interioridades del guiso, tampoco me decían mucho esos versos de cuando la juventud estaba ya pegando el último salto. Y, peor todavía, leídos desde esta distancia no entendía tampoco gran cosa. Sé que los poemas nacieron de una gran inquietud y toda esa milonga, pero ahora me cuesta descifrarme. Será la edad.
Mi libro estaba medio oculto por una revista y por una antología de relatos de Jorge Luis Borges. Que descansaran mis devaneos con lo escrito por el maestro argentino me dio un poco de vergüenza y un poco de alegría también. Y como de ese libro no me queda ningún ejemplar, entre los que he vendido, los que he regalado y los que como un gilipollas mandé por correo a personas que jamás lo abrieron, o que lo llevaron directamente al trapero, con las ropas viejas, los regalos feos y los libros no deseados, tuve la ocurrencia de comprarlo. Intentando que no se percatase la muchacha dependienta de que tenía delante al autor.
La dependienta me miró como diciendo “¿hombre de dios, pero esto le vas a regalar a ese conocido?” Ella había estado agrupando unos pocos de romanos, ex presidentes, el del cachondeo orgásmico clitoridiano y vaginal y un par de ellos, más baratos, de historia de España, perpetrados por prolíficos locutores filo fascistas. Le dije que metiese en la bolsa uno cualquiera, deseando que no fuese el de las cochinadas, y que se cobrase también el mío.
Como el mío no tenía código de barras ni nada, tuvo que ir en busca del dueño de la librería para preguntar cuánto costaba “eso”. Ya no sabía dónde meterme, me sentía como el que se compra el interviú para echar el rato viéndole las tetas a una famosa y se encuentra en el mostrador con la vecina. La muchacha volvió y me dijo doce euros. Vaya, me están vendiendo caro. Y añadió: “sí, es que ayer vendimos dos libros de este hombre y por eso lo hemos sacado” Supongo que lo habrían sacado de un foso que como todos sabemos tienen en todas las librerías donde arrojan páginas como las mías, para que les salgan la polilla y hasta barbas, como al conde de Montecristo.
Y me fui pensando quién sería, de ser cierto lo que me dijo la dependienta, el o la incauta que vino preguntando por estas poesías. Podía habérselo preguntado, claro, pero puse cara de estar acostumbrado a estas celebraciones. Luego, en casa y repasando los poemas me entretuve fabulando con que acaso anduviéramos dos personas en ese momento rescatando del olvido lo escrito hace tanto, yo y el/ la compradora. Me acordé entonces del chiste ese que cuenta cómo una amiga le dice a otra “Oye que tu marido está liado con otra” y la traicionada contesta: “dios mío qué vergüenza, con lo mal que folla”. ¿Por qué me habré acordado de ese chiste?
Juan Antonio Gallardo
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