No todo se reduce a eso. Todo no. Pero la parte sustancial y vertebral sí. Me refiero a aquella en la que reside la parte biográfica de los modos, costumbres y actitudes que conforman el estilo y la personalidad de una sociedad afianzada en valores de futuro, desde el arraigo a unos principios solidarios.
Principios que engloban no sólo el trato familiar, emocional o afectivo también se halla en las esferas y ámbitos puramente sociales como son las reguladoras del trabajo o representativas de las instituciones. Hablamos, entonces, del bien común como patrimonio innegociable de los ciudadanos. Ese que les pertenece no por la simple transmisión hereditaria, sino por la firme y cimentada convicción de un proyecto común depurado por generaciones. Un proyecto de autoconsumo necesario que se rige por la permanente evolución crítica y constructiva de los acontecimientos y la defensa de lo intangible. Las ideas son los elementos correctores que colijen los sucesos no por imprevistos menos sensibles a su normalización.
Las huellas de los principios y valores son menores. Dejan rastro de un mal latente y, sin embargo, atendido con los mejores cuidados. Nada mejor para ello que la promiscuidad financiera. Huellas del manoseo impúdico con que se ha manejado este insalubre y envenenado despropósito. Huellas que sirven para quebrar la confianza y habilitar el dedo pulgar como firma de "preferentes". Ese es el fin aleccionador: incentivar la miseria moral desde el mismo origen de nuestros actos. Encubrir la herida infecta y pútrida con afeites y aceites. Esa son las huellas. Las que a diestro y siniestro han procurado a la sociedad. Las que son evidentes y manifiestas. Porque existen otras que no son perceptibles pero sabemos que están ahí. Son las que han tomado como propio lo ajeno. Son las huellas de los corruptos, especuladores, ladrones y pillos que han amasado junto al poder político este latrocinio que ahora convierten en caldo pestilente y pretenden hacernos tragar. De estos manejos no existen indicios o huellas. El desfalco nacional que han provocado es tan volátil como los salarios y derechos que han sustraído y tan zafio como las privatizaciones y recortes con los que fundamentan el desmantelamiento de los servicios públicos: sanidad, educación, energías renovables, transporte ferroviario, investigación. Una bolsa apetecible que venden al mejor postor.
Mantener a flote la esperanza es un dificil ejercicio. La capacidad de bucear en los margenes de la corrupción irrumpe con fuerza y determinación como bien podemos comprobar diariamente. En la epidermis social empiezan a ser visibles los síntomas de gangrena. Sin duda es más que preocupante la red de espionaje que ha salido a la luz. Se dedicaban a vender datos de cerca de 3000 personas al mes: teléfono, domicilio, estado civil, vida laboral, datos fiscales, etc. En esta trama están involucradas unas 150 personas. Entre ellos funcionarios de hacienda, Seguridad Social, policias, guardias civiles, bancarios, abogados detectives privados. Datos que eran adquiridos por bancos, aseguradoras, canales de televisión, grandes empresas, etc. No se trata de demonizar a todas las personas que trabajan en la administración pública. Pero de lo que no cabe la menor duda es la categorización de la deshonestidad en la que nos encontramos. La complejidad de este entramado se sostiene en las actitudes personales que han sido tentadas de servir al delito. Personas que nos han atendido desde su responsabilidad de servicio al ciudadano y que se han granjeado nuestra confianza. Gente corriente que ha sucumbido y que han pasado de ser una excepción a tratarse de una generalidad.
La huella dactilar de España se presume en el engaño. Un enorme engaño que se ha perpetrado sin recato ni pudor. Más bien con desahogo y desvergüenza. Resulta sonrojante el estado de indignidad al que se ha llegado. Han jugado con fuego. El mismo fuego que, durante el estío, consume miles de hectáreas, provoca muertes en la Península Ibérica y de los que se desconocen sus autores. Otra vez la ausencia de huellas. De nuevo el síntoma de la impotencia por el descalabro mediambiental. Hay un olor a chamusquina que lo impregna todo. Salvo en los bancos. Allí huele a azufre. Igual que, según dicen, huele el infierno. Un olor ácido y reactivo. Tal vez por ello el Defensor del Pueblo Andaluz ha propuesto expropiar el patrimonio urbanístico de los bancos cuando correspondan a viviendas de protección oficial conseguidas a través de desahucios. El estado dejaría de lloriquear por la falta de liquidez y blandiría la fuerza ética y moral de rescatar lo que es nuestro. Si en la política caben gestos, sin duda éste no tiene parangón. Lograría crear confianza. No en los dichosos mercados mentados hasta la saciedad pero sí en los ciudadanos. Establecería un nuevo impulso político en consonancia con la expresión social que demanda iniciativas restablecedoras de equidad y se avanzaría en certificar que el poder político no está domeñado por el económico y sí al revés. En suma que las políticas del gobierno serían otras y no las que conculcan derechos laborales y estrujan hasta exprimir nuestras últimas esperanzas de reconducir la situación que sufrimos. Esa si sería una huella digna de ser tenida en cuenta.
Pedro Luis Ibáñez Lérida
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