Jaime Pastor
Un reciente Informe del Foro sobre Riesgos Globales (http://www3.weforum.org/docs/WEF_GlobalRisks_Report_2012.pdf ), presentado ante el Foro Económico de Davos que se reúne estos últimos días de enero, anuncia un panorama muy sombrío del mundo para los próximos 10 años. En ese documento se detectan 50 riesgos globales agrupados en 5 bloques -económicos, medioambientales, geopolíticos, sociales y tecnológicos- y subraya que los “centros de gravedad” (entendidos como los riesgos de mayor importancia sistémica) pueden estar en los desequilibrios fiscales crónicos, las consecuencias del aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero, el fracaso en la gobernanza global, el crecimiento insostenible de la población y los ataques cibernéticos.
En el marco de esas tendencias subrayan sus temores de que se pueda generar una quiebra financiera sistémica, una crisis del suministro de agua y alimentos y una volatilidad extrema de los precios agrícolas y energéticos, sin excluir la repetición de catástrofes como las derivadas de los tsunamis y los “accidentes” nucleares (poniendo como ejemplo el de Fukushima de marzo pasado), con el posible “efecto dominó” de cada uno de ellos dada la interdependencia global.
Pero lo que más destacan son las consecuencias geopolíticas que esa mezcla explosiva puede ir generando a escala global e internamente, ya que en ese contexto irá emergiendo “una nueva clase de Estados críticamente frágiles: países que fueron ricos en el pasado y que son víctimas de la ausencia de la ley y de levantamientos en la medida en que son capaces de cumplir sus obligaciones sociales y fiscales”. Por eso avisan de que “una sociedad que continúa sembrando las semillas de la distopía –por no ser capaz de gestionar el envejecimiento de su población, el desempleo juvenil, las crecientes desigualdades y los desequilibrios fiscales- puede esperar mayor agitación social e inestabilidad en los próximos años”. De las revueltas que han surgido frente a estas tendencias distópicas señalan dos aspectos “preocupantes”: “la creciente frustración de los ciudadanos con los poderes político y económico y la rapidez de la movilización pública a través de las tecnologías de conectividad”.
Como suele ocurrir en estos Informes, no hay mención alguna a quiénes puedan ser los responsables de esta tendencia a la distopía –que más bien habría que denominar, con Geddes, “cacotopía” o utopía negativa, como reordaba recientemente José Manuel Naredo- y tampoco los términos “capitalismo” y “oligarquía financiera” aparecen una sola vez en el texto. En cuanto a sus propuestas, todo se queda en preguntas y modestas recomendaciones de gestión de las múltiples crisis a quienes se reúnen en Davos para que recuperen la “confianza” del mundo en ellos frente a la “incertidumbre”.
Más allá de esa disonancia creciente entre los diagnósticos pesimistas (sin duda incompletos) que llegan “desde arriba” y la ausencia de propuestas terapéuticas efectivas que eviten que la metástasis del cáncer capitalista alcance definitivamente a todo el planeta, lo más relevante de informes como éste es la constatación de las enormes dificultades con que se encuentra este sistema para recuperar la (auto)“confianza” y la senda del “crecimiento económico”, dada su dependencia de su fracción financiera y especuladora a la búsqueda de nuevas burbujas. Todo esto es más patente allí donde ha tenido hasta ahora su “centro” histórico: ese Norte en quiebra en donde la categoría de “Estados frágiles” que hasta ahora se aplicaba a los países del Sur se está extendiendo rápidamente, especialmente en la periferia de la eurozona, aprovechando el chantaje de la crisis de la deuda y la “camisa de fuerza” de la disciplina presupuestaria constitucionalizada.
Vemos, por tanto, que la receta del “shock sin terapia”, basada en más neoliberalismo, sirve sin duda a los intereses de esa fracción hegemónica del capitalismo financiarizado, pero el precio que se está pagando por ello es la entrada en un “decrecimiento caótico” (como ya predijo Ramón Fernández Durán) y, sobre todo, en una crisis de legitimidad de muchos Estados que hasta ahora habían logrado conciliar las necesidades de reproducción del capital con el logro de una “paz social” mediante el reconocimiento de ciertos derechos sociales y el funcionamiento de una “democracia” competitiva bipartidista.
Frente a ese panorama, la esperanza en un cambio de rumbo sigue estando en que continúe la ola de rebeldía que tuvo su inicio en la “primavera árabe” de hace ya más de un año, siguió con el 15-M y llegó a extenderse a prácticamente todo el Norte el pasado 15 de octubre. Pero sabemos también que contra ella actúan los discursos del miedo al futuro, la resignación o el “sálvese quien pueda” entre los y las de abajo, todos ellos favorecidos por determinados actores políticos y sociales –incluidas las burocracias sindicales-,obstinados en una estrategia del “mal menor” que allana el camino a males mayores. Urge, por tanto, acompañar las movilizaciones con discursos –“sí se puede” resistir e ir construyendo mundo(s) alternativos-, propuestas –como la denuncia del chantaje del pago de la deuda la lucha por el reparto justo de la riqueza y de los trabajos y la reconversión ecológica de la economía- y viejas y nuevas formas de desobediencia civil –como, junto con la lucha contra los desahucios, ahora el incipiente “yo no pago”- que nos permitan seguir tomando las plazas, las calles...y los centros de trabajo.
Jaime Pastor Verdú
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