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27 sept 2013

Perspectiva veraniega

Antonio José Cantos Lobato



Asomado al balcón de la memoria, cuando van languideciendo los últimos días del verano setembrino, evoco, fluyendo a borbotones, los recuerdos de aquellos agostos juveniles en que después de venir de la playa nos acicalábamos, nos poníamos fijador en los cabellos rebeldes (en aquellos agostos sesenteros los chicos llevaban pantalones acampanados y las chicas falda de vuelo con cancán debajo) y salíamos a la calle en busca de las chicas locales o forasteras en unión de la pandilla de amigos, en aquellos años en que uno andaba buscando aquella media naranja que decían los clásicos, aunque en nuestro fuero interno, como todos los jóvenes, lo único que queríamos era pasárnoslo bien. El punto de encuentro era la Plaza del Cabildo o el comienzo de la Calzada.
Nuestro centro de operaciones era el Gran Cinema, ese cine de verano desaparecido, que tuvo un gran predicamento en las crónicas de la prensa escrita nacional y extranjera que le situaban como el mejor cine de verano de Europa.

Lo primero que hacíamos era acercarnos al puestecillo del Peña en busca de alguna chuchería que aliviara nuestro estómago durante el tiempo de la estancia en el cine. Así, comprábamos ásperas acerolas, garbanzos tostados, pipas de calabaza, regaliz, caramelos… pero, sin duda, el producto estrella era la pipa de girasol. Le dábamos una perra gorda (10 céntimos) o una perra chica (5 céntimos) y nos daba un cartucho de pipas que nos duraba media película -en los silencios de la proyección se oía el crujido de las cáscaras -cric,cric,cric- producido por nuestros dientes multiplicado hasta el infinito de todas las localidades-. En el ambigú buscábamos alguna bebida con que paliar la sed que nos producía la sal de aquellas pipas que nos ponía los labios al rojo vivo…

Allí éramos felices porque allí lo encontrábamos todo: desde las perseidas en el cielo, estrellas fugaces a las que había que pedirles un deseo, según nos decían, hasta las películas de todos los órdenes; muchas noches, programa doble por el mismo dinero… Allí asistíamos a la FIESTA DE ÉL Y ELLA, conocida como la Verbena de la Infanta, en la que vestíamos nuestras mejores galas y donde se encontraban autoridades y personalidades sanluqueñas y foráneas en una fiesta chic para acompañar al Infante Alfonso de Orleáns y a la Infanta Beatriz, fiesta amenizada por los mejores locutores de la época: el chileno Bobby Deglané o el madrileño José Luis Pecker, y donde se instalaba una gran tómbola que tenía como objetivo recaudar fondos para los más necesitados de la población y actuaban los mejores artistas del momento en el escenario colocado para tal fin; posteriormente, la popular FIESTA DEL POTAJE; el prometedor pero efímero -primero y único, hola y adiós-, FESTIVAL DE LA CANCIÓN DEL ATLÁNTICO; la FIESTA DE EXALTACIÓN AL RÍO GUADALQUIVIR; un FESTIVAL DE LA CANCIÓN DEL SUR con la participación de una jovencísima Rocío Jurado; un espectáculo de Enrique y Ana… Aunque, sin lugar a dudas, el momento álgido del mes de agosto era el de las fiestas patronales; nos solazábamos con las carrozas de la Cabalgata de la Uva y la Manzanilla, arrojando confetis y serpentinas por doquier y llegado el día 15 el pueblo se multiplicaba por dos, porque nadie se quedaba en su casa para ver a la Patrona: la Virgen de la CARIDAD, que pasaba entre un mar de almas lugareñas y foráneas en todo su esplendor.

Pero sin duda, donde mejor lo pasábamos era en el CHIM-PÚM (Casino Municipal), un lugar de encuentro de la gente joven con escenario y orquesta, en el que nos dábamos cita todo el mocerío y donde las chicas iban acompañadas por padres y familiares, en un lugar lúdico donde tenía cabida todo el mundo. Había muchas noches en que se celebraban algunos eventos, verbigracia, la elección de Miss Sanlúcar, fiestas de disfraces… Y baile, mucho baile, desde el twist y el rockandroll cantado en inglés por los linenses Rocking Boys -asiduo grupo que amenizaba con su música todas las noches- hasta los bailes agarrados que eran los que estábamos deseando que interpretaran para poder abrazar a las chicas al compás de la música. Esos momentos, en una sociedad reprimida, nos sabían a gloria… De allí salieron muchos noviazgos que después cristalizaron en felices matrimonios.

Cuando pasaba agosto y se marchaban los veraneantes la ciudad recuperaba el pulso normal. La playa se quedaba tranquila y allí íbamos los chicos por la tarde para, sentados en la arena, disfrutar del paisaje. Observábamos el vuelo rasante de las gaviotas sobre la espuma de la orilla en busca de algunos pececillos despistados en la bajamar que les servían de alimentos, charlábamos animadamente o paseábamos pegados a la orilla con los pies descalzos enredándose los dedos con los encajes de espuma del agua que dejaba la resaca de la marea, mas, sin duda, el momento más esperado era el del lubricán. Allí nos poníamos, unos de pie, otros sentados, a ver cómo se ocultaba el astro rey. Y disfrutábamos por partida doble, porque en Sanlúcar, cuando el sol se pone en el horizonte marino, lo vemos caer dos veces: la primera, brillante, molestaba los ojos que entornábamos para evitar el deslumbre; la segunda, cuando aparecía el resol, ese globo naranja que se iba sumergiendo, derritiéndose poco a poco hasta diluirse en el mar… Esos instantes en el que ninguno hablábamos y al que más de uno, especialmente las chicas, se le humedecían los ojos, abrumados por tanta belleza, extasiados por tan singular momento.

Abandonábamos la playa cuando el manto de la noche iba cayendo sobre ella. Regresábamos en silencio, paladeando el momento vivido y sintiendo ya en nuestro fuero interno que el verano había terminado. En nuestra alma joven empezaba a amanecer la nostalgia, esa que nos recordaba los días vividos a tope, aquellos escarceos con las chicas de fuera que nos dejaba la dirección para un contacto posterior o los primeros besos de la chica de la localidad. Pero una cosa quedaba clara: la playa volvería en todo su esplendor el verano siguiente y volveríamos a reverdecer, con más fuerza si cabe, los momentos lúdicos que habíamos disfrutado en este.

Y casi de inmediato, la ciudad empezaría a oler a vendimia…

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