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29 sept 2013

Escrito a cada instante: “Me basta así”



Juan Antonio Gallardo 
Unas palabras leídas en la última y desconcertante  novela de Coetzee “La infancia de Jesús”  :
A todos nos gusta creer que somos especiales. Pero, hablando estrictamente, eso es imposible. Si todos fuésemos especiales no habría nadie especial. Y aun así continuamos creyendo en nosotros mismos”. Y más tarde: “Tener sueños forma parte de la naturaleza humana, aunque lo más inteligente es acallaros”. 




No es que esté uno de acuerdo con Coetzee, seguramente al contrario, pero esta reflexión me ha llevado a las mías,  como un bucle, y finalmente lo que concluyo es que todos somos casi iguales, con las mismas grandezas y las mismas miserias.  Salvo los muy, muy cabrones, la gente quiere vivir tranquila, comer todos los días, que los hijos crezcan sanos y salvos en este mundo convulso. Que haya un techo bajo el que guarecerse cuando llega la noche. Ver una serie de televisión, un partido de fútbol, que se arregle lo del hambre en el mundo y lo de las bombas. No ser explotado por los muy cabrones, jornal y ocio, para estar con los amigos, los novios y las novias, la familia. Todo esto parece muy fácil de conseguir, pero mira tú cómo está el patio. También piensa uno que la mayoría es gente normal y hasta decente. ¿Cómo es posible que la líen tanto y tan grotescamente unos pocos de miles de cabrones, habiendo millones que estamos por vivir la vida sin jodérsela al prójimo? ¿Será por sentirnos tan especiales, tan únicos? Esto se nota mucho cuando anda uno cabreado, o se enfada con alguien.
Tuvimos una pequeña bronca. Tú nunca me escuchas, es que eres tú la que no habla, tú me consideras tonta, es que a veces lo pareces, hija. Sí, el listo eres tú, pues sí, pues no, pues ya está, pues ya está… y ese “ya está” lo repetimos tres o cuatro veces, como idiotas, como queriendo poner el punto y final, decir la última palabra o frase, que como no estábamos nada inspirados nos salía siempre la misma “ya está” cada vez más fuerte y – hay que admitirlo- cada vez más ridículamente. Paramos la retahíla porque ella puso un poco de orden y dijo: “Dejadlo ya, ¿no?... ya está” y como de seguir por aquellos derroteros podíamos convertirnos en tres idiotas diciendo una y otra vez, como en una obra de Ionesco, ya está, firmamos un armisticio.
Desde la cocina se ve mi estudio y la hija, que pese a que  seguía cabreada, se había olvidado del orgullo y estaba usurpando mi ordenador, como si dijéramos mi espacio, porque una cosa es la dignidad y otra hacer sacrificios inútiles, por tonterías. Yo estaba cogiendo para la cena una barra de pan bastante larga y ella me miró fugazmente, aproveché para coger el pan y apuntar hacia el estudio, como si tuviese un rifle. Ahora sí que había terminado la disputa, ella se sonrió y me parece que dijo, viéndome allí, como un francotirador doméstico apuntando con la barra, qué tonto eres.
Si esas palabras: qué tonto eres,  las hubiese dicho diez minutos antes, probablemente uno se habría sentido muy ofendido, acaso hubiese dejado la discusión y salido a la calle, a tomar una cerveza y a que se nos pasara el berrinche. Sin embargo ahora no, ahora gracias a las maravillas del tono y la intención, las mismas palabras nos aproximaban a padre e hija y finiquitaban definitivamente aquella controversia.
Al final todos tenemos alguien para quien somos especiales. O casi todos.
A mí me basta saberme especial para unas pocas personas. Y así me he tirado a la calle, como un pavo real o un premio Nobel, como Coetzee, exhibiendo una sonrisa absurda que, lo admito, al que haya tenido un mal día debe estar sentándole como una patada en los cojones. Pero eso no es culpa mía. 

Juan Antonio Gallardo

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