Juan Antonio Gallardo
¿Qué te pongo, Maribel? ¿Un kilo de filetes de pollo? Y responde Maribel, completamente en serio: No, un kilo no, casi un kilo. El carnicero deberá administrar ahora las retóricas magnitudes de Maribel. ¿Qué es casi un kilo? ¿Cuántos gramos se ajustarán a esa idea que tiene Maribel de los filetes de pollo que quiere comprar? Pero lo hace el carnicero con la mejor de las sonrisas, porque la cosa está muy mala y el cliente siempre tiene la razón.
Maribel después, en la frutería, ha ido señalando con el dedo índice todas y cada una de las picotas que va a poner de postre. Señalaba como una traficante de esclavos, esta no, aquella sí. Y se llevó una bolsa de cerezas color marrón rojizo con una pinta estupenda, la verdad.
Qué plan, le he dicho a la cajera y la cajera se ha encogido de hombros como diciendo “si yo le contara, ciudadano”
Luego me he parado a hablar un rato con los de la obra. En este bloque siempre hay una obra, es más; yo creo que siempre habrá una obra. ¿Cómo va la cosa, camarada albañil? Le he dicho a uno que es un titán del martillo hidráulico, y me ha estado contando las perrerías que les hace el empresario, que les ha quitado este tórrido verano el alivio que suponía la jornada intensiva y por eso están por las tardes, a no sé cuántos grados, horadando la tierra para que emerjan de sus entrañas tuberías atascadas y unos vahídos horribles, que con el calor se intensifican y van a terminar por intoxicar a todo el vecindario, a los camaradas del palaustre y la fontanería los primeros.
El empresario pasa a dar una vuelta a eso de las seis menos cuarto, cuando le queda a la cuadrilla quince minutos para huir del espanto, viene duchado y fresco y mira los adelantos de la faena con idéntico gesto al que ponía Maribel mirando las cerezas, una mueca muy fea a medio camino entre la arrogancia y el asco.
El camarero firma nóminas de cuatro horas al día y trabaja doce. La muchacha de la tienda de móviles cobra al mes lo que vale un móvil de esos cibernéticos. Los que fueron a recoger la fresa han regresado al pueblo como si los hubieran rescatado de Auschwitz , encanijados y con la mirada muy triste. Y con muy pocos euros en el hatillo de la pobreza.
Los chupatintas están esperando que los jefes les digan qué parte de su dignidad van a pisotear esta mañana.
Los del transporte saben a qué hora salen al reparto, pero ni idea de cuándo regresarán, como Ulises. Las chicas de las tiendas de ropa tienen todas ellas ganas de llorar cuando va llegando la noche del sábado, porque el comercio es ahora grande y libre como la patria, y se abre los sábados por la tarde hasta que al dueño/a de la tienda de trapos le salga de los cojones/as.
Los cantantes cuando terminan el repertorio se ponen simpatiquísimos con el dueño del garito que casi nunca ha hecho caja y que casi nunca se acuerda de por cuánto salía el bolo. ¿Cuánto dijiste? ¿Seguro?
A los de la madera y el corcho los llevan a trabajar a países exóticos y cada vez que parten a llenar de viruta esos mundos de dios, llevan en la maleta los cachos de su vida que más aman.
Nuestros licenciados y nuestros doctores en geología portan las bandejas de cerveza negra con una prestancia aristocrática, nada que ver con esos ecuatorianos mustios que poblaron la hostelería centroeuropea en los años noventa. Ahora, tras cada media ración de salchichas, hay un ingeniero técnico en comunicaciones que jamás saldrá en españoles por el mundo, porque ahí, ya se sabe, sólo salen los hijos de puta a los que les va muy bien todo, que no sabe uno para qué se fueron si con esa suerte, habrían triunfado tranquilamente de surfistas en Guadalajara.
Y cuando uno se queja y se caga ostentosamente en los muertos del patrón, hoy llamados emprendedores, la familia acude a ponerle la mordaza no sea que nos escuche alguien y nos denuncie. También pueden decirnos que no enojemos a dios, pero en realidad la familia preferiría que si tenemos que reventar, por catarsis, nos caguemos en dios que en los ancestros ese hombre con nombre y apellidos que nos reparte las migajas del salario a final de mes, o cuando le sale a ese hombre con nombre y apellidos, de los mismísimos cojones.
Concluimos que por fin somos competitivos en este lodazal infecto del mercado. A nuestros compañeros les pagan la mitad de lo que cobraban antes, pero están muy contentos porque pueden comprarles a sus hijos yogures con trocitos de frutas, y algunas veces las picotas que Maribel fue desdeñando y que están de oferta.
Cuando los nada de hoy lo sean todo, dirán los que hoy lo tienen todo, que ellos también eran trabajadores y hasta camaradas. ¿Nos darán pena los burgueses vencidos?
Juan Antonio Gallardo

No hay comentarios:
Publicar un comentario