Juan Antonio Gallardo
Acojonante. No se me ocurre otra forma de expresarlo. Luego parecerá que uno está exagerando y sacándole punta a los que, para otros, es cotidiano, vulgar. No, yo creo que soy una persona muy normal y que si estas cosas le pasan a cualquier persona normal tiene que contarlas, yo por escrito, otros a través de la transmisión oral, como las enfermedades, alguno pintará un cuadro, el de más allá le pondrá música, yo qué sé.
Me he sentado encima de una piedra para ver pasar la tarde, quiero decir verla morir. Qué muerte cotidiana, tan dichosa sabiendo que mañana será otro día para aquellos que lo vean.
Hay un denso olor a salitre en este rincón de la costa, uno de esos olores que pudiéramos tocar y me gustaría decir que sólo se oye el rumor de las olas, como el concierto de una caracola, pero la verdad es que suena también el motor de uno de esos artilugios con alas, parapente creo que se llama. Hay que ver la de seres humanos que perdieron la vida para cogerle el truco a esto de volar, cuántos Ícaros caídos en ese esfuerzo y ahora cualquier jovencito planea por el aire como un ángel tatuado y con rastas.
Buscaba esta soledad para encontrarme o, tal vez, para olvidarme, no lo sé. Las servidumbres del mundo me ahogaban y quise durante un rato decirle adiós a toda esa parte horrible de la vida. Se pusieron muy cerca dos mujeres de piel cobriza y rasgos indígenas, como primas de Evo Morales para que se me entienda.
Me llamó la atención que a pesar de la temperatura y de estar en la playa, fuesen con esas ropas tan pudorosas, no porque quisiera verles las carnes morenas ni nada, más bien por piedad ante el sofoco que parecían estar pasando. Luego me fijé mejor y me di cuenta de que ese atuendo era un uniforme y lo que llevaban encima de la cabeza era, agárrate, una cofia. Estaban, como los sherpas, buscando el mejor sitio, el más confortable para colocar una sombrilla y unas banquetas, dos. Cuando lo tuvieron todo más o menos arranchado, en vez de sentarse y pasar el rato, una se quedó allí, de guardia y la otra desapareció unos minutos.
Al rato llegaron ella, la desaparecida, y una pareja. El maromo iba vestido como Roger Federer cuando juega una final de lo suyo y la mujer se adivinaba tras un pareo, unas gafas de sol, un gran sombrero y un brillo de cremas que hería los ojos del que la mirase. Cada uno se sentó en una de las butacas, sin decir ni una palabra. Él abrió una mochila y sacó una botella de refresco y dio un buche y ella abrió una revista de esas del corazón que será de donde copia su cuidado desaliño indumentario.
Las dos indígenas se pusieron una a cada lado de la sombrilla, luego no estaban protegidas del sol y daba muchísima rabia verlas allí, a disposición de aquella pareja para lo que se les fuera antojando. ¿Cómo se puede vivir así? Pensaba yo. Pero no iba este pensamiento dirigido a mis dos amigas, más bien a esa pareja de pijos. ¿Cómo puede estar ahí, sentados tranquilamente, mientras dos personas hacen guardia y pasan tanto calor a su lado? ¿Cuándo dejaron de considerarlas a estas dos mujeres personas para convertirlas en sirvientas?
Uno se había buscado aquel paraje tranquilo de la playa para estar consigo mismo, como he dicho, pero nada deseaba más en ese momento que la llegada de los bárbaros, no sé, una pandilla de esas que hay en las que las chicas llevan tatuajes feísimos en los muslos y en los tobillos y los chicos hacen cabriolas sobre la arena, saltan, se retuercen, se pegan puñetazos entre ellos, como en las berreas de los ciervos, para impresionar a las hembras.
Me hubiera gustado que al darse los chapuzones hubieran salpicado al pijo, que levantasen arena y esta se le quedase a la pija pegada a la piel por culpa de las cremas. Que hubiesen puesto una música en sus móviles de, digamos, El Barrio y hasta que hubiesen palmeado la rumba entre otros disturbios.
Entonces yo me habría levantado y hubiese arengado al servicio con grandes demagogias, mientras Federer y la condesa descalza se batían en retirada. Habríamos hecho caricaturas y bromas con las cofias, yo mismo me la hubiera plantado en la cabeza mientras me tiraban al agua los arrabaleros entre vítores y coplas. Las amigas sudamericanas se habrían puesto un cinturón de guirnaldas, como las de Hawaii, y como ya le habríamos expropiado la bolsa a los burgueses vencidos, nos estaríamos repartiendo los exquisitos caramelos y los refrescos que llevaban.
No vinieron, esta vez, los bárbaros. Sólo se acercó por allí un yonki que empujaba por la arena una bicicleta de niño chico y que quiso venderles a mis vecinos pijos una bolsa de brevas. Los pijos ni levantaron la vista, fueron mis dos amigas indígenas las que inmediatamente ahuyentaron al yonki con grandes aspavientos.
A falta de otros bolcheviques, hice una seña al yonki y le dije que lo de las brevas no, porque no tenía ganas de cargar durante todo el día con esa bolsa, pero que si quería un cigarro se lo daba, gratis. Le di charla, le pregunté por esto y por aquello, porque tenía ganas de joderles el paisaje a los pijos, y a estas alturas hasta a las indígenas traidoras. Y allí estuve pegando la hebra con este hombre que me miraba como diciendo, este o es tonto, o es maricón y quiere llevarme al huerto. Pero eso sí, los pijos, desasosegados por nuestra presencia, tuvieron que abandonar aquel puesto y por eso sonreía yo, mientras el yonki me miraba cada vez más mosqueado. La guerra no, pero una batalla de vez en cuando ganamos.
Juan Antonio Gallardo

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