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1 ago 2012

Fuegoa artificiales

J. Antonio Gallardo

Habían organizado un castillo de fuegos artificiales para celebrar el paso de la procesión con la virgen del Carmen por la orilla de la playa. Creo que los fuegos artificiales, muy modestos pero muy bonitos, lo sufraga un tabernero de la zona. Así dará gracias o pedirá a la santa madre porque el chiringuito se le llene de sedientos y sedientas y de voraces consumidores de sardinas a la plancha.


La de veces que habremos visto lo de los fuegos artificiales y la capacidad que tienen todavía para fascinarnos. Estos, como digo, eran bien modestos pero, aún así, cientos de personas miraban con los ojos ilusionados como esperando del cielo, de la tibieza de la noche, de la patrona de los marineros llevada en volandas por la orilla, pero sobre todo de los colores que estallaban a unos metros de altura, un milagro. Una pirotecnia vital que nos cambiara la vida.



Al lado del chiringuito que- creo yo- paga los petardos, había medio acampadas, unas cuantas familias con sus sombrillas, sus butacas, sus neveras y sus litronas para achisparse un poco después de cada chapuzón. Como los del 15-M pero sin pancartas y algo menos menesterosos. También menos asamblearios porque se escuchaba casi siempre tronar una voz masculina ordenando “Tráete la sandía, quilla” y no parecía que fuese a ponerse en cuestión tamaño imperativo.


Daba gusto pasearse por allí, toda la escenografía como de película italiana (hasta con algún mafioso ataviado ahora de muy piadoso cofrade) la virgen, los tambores sonando pero muy suaves, melancólicos si es que pudiera entender de melancolía la cadencia de un tambor.


Las pandillas de chiquillos con esa euforia y esa libertad de haber pasado todo el día en la playa y terminar jugando un partidito de fútbol habiendo ya anochecido, sin otra luz que la roja dispersión que había dejado, allá por el horizonte, el crepúsculo que también había sido bien hermoso. Luego llegarán a la cama exhaustos, repletos de vida y de vez en cuando, en algún estadio superficial del descanso, del sueño, sentirán como que siguen nadando, como si no hubieran abandonado todavía la alegría de la jornada.


Y los adolescentes riéndose de todo, a destiempo, con torpeza, como queriendo apagar con la risa esos fuegos de la edad que andan todo el tiempo – y más en verano que no paran unos a otros de verse los muslos y los bultos- atormentándolos y que los abocan a los rincones oscuros para el asunto de los besos y los manoseos y las caricias.


Los estallidos de los cohetes con los que se festejaba la lenta marcha de la patrona no sé porqué ni molestaban ni asustaban a nadie. Sonaba un Boom y nada, mirábamos la trayectoria y seguíamos a lo nuestro sin sulfurarnos. Ni a los gitanos asustaban, que ya se sabe que no aguantan un zumbido de petardo. Hubo un momento, eso sí, en que pese a la hermosura de la noche, cuando los fuegos montaban su zarabanda en el cielo me acordé de aquellas imágenes que casi todos hemos visto de cuando en medio de una noche que también era muy bonita, los aviones de occidente descargaron sobre la ciudad de Bagdad una lluvia de cohetes no precisamente artificiales. Pero aparté de mí como si de una mosca cojonera se tratara, aquel mal pensamiento y seguimos la marcha hasta la zona de Bajo Guía por ver y pasearnos un rato por la fantasía de una verbena.


Me decía a mí mismo; ya no podrá ser, será imposible que todavía existan, que circulen y sobre todo que produzcan esa alegría infantil y esa guasa de los adultos peleones con la bruja. Pero no, allí estaba victorioso, superviviente y símbolo de toda una estirpe de cacharros para las ferias del mundo, un andrajoso y maravilloso tren de los escobazos.


A lo mejor es que andaba uno medio tonto porque era domingo y las resacas nos llevan a ese estado de observación catatónica que en circunstancias normales ni tenemos, ni ejercemos. El caso es que me quedé, como con los cohetes, absorto mirando una vuelta completa del citado tren.


No había bruja, la habrán jubilado o la habrán nombrado alcaldesa de alguna aldea, pero había un hombre disfrazado de cualquier manera; un pantalón de payaso, una camisa de piñonero, una cara con tizne haciendo las veces de maquillaje…y una escoba. Este elemento confería identidad a todo el conjunto (como la montera a un torero)


Cada vez que asomaba por uno de los extremos del túnel el tren, el jornalero de la fiesta se aplicaba a su ejercicio de golpear las cabezas de la tripulación. Todo el mundo quería coger esa escoba, no por el valor que pudiera tener el objeto que no valía nada, sino por conseguir el trofeo. Pero el brujo o lo que fuera, actuaba con gran destreza y cuánto más se afanaba un padre de familia algo pesadillo en agarrar el cabo del arma, más veces y más fuerte era golpeado con las cerdas en la mollera. El padre de familia ponía cara de enfadado pero al ver a su prole desternillarse de la risa recuperaba pronto el buen humor y hacía un poco más y venturosamente, el payaso.


Frente al mítico tren de los escobazos había un escenario desolado y vacío que también nos gustó mucho que estuviera así, porque nos evitaba el estruendo de una folclórica penosa cantando sobre un play back, o de unos jovencitos con piercings, caja flamenca y guitarra española gitaneando rumbas pop. El escenario era de vez en cuando ocupado por dos o tres niñas de unos cinco años, que en plan espontáneas bailaban al son de la música, esta sí estridente y horrible, que ponían los de la tómbola de al lado. Dos de las chiquillas se movían con una gracia y una dulzura que casi sublimaba la porquería que sonaba por los altavoces. La tercera no, la tercera con sus cinco años o seis, había copiado los movimientos de alguna Shakira famosa y daba grima verla así, haciendo aquellos aspavientos pretendidamente sensuales, casi como una prostituta asiática.


Con cuatro toldos, otros tantos palos y unas neveras de esas de propaganda cervecera habían montado en la mismísima arena de la playa, un garito desde el que el olor a sardinas podía morderse. Daba gusto ver a la gente tomarse sus cervezas y sus tintos de verano en vasos de plástico, con bañadores muy floridos y pagando barato. Los ostentosos restaurantes de Bajo Guía quedaban al fondo, por una vez marginados y ridículos. La sardina había ganado la batalla gastronómica al lenguado y los pijos que se sentaban en alguna terraza vestidos como para ir a por el periódico en Ibiza, observaban la fanfarria entre sorprendidos y acojonados.


A la vuelta del largo paseo, me entretuve como siempre en los tenderetes de libros de saldo. Ella se sentó en un banco de la plaza sabiendo que la exploración libresca iba a durar un rato. Tuvimos suerte porque enseguida nos encontramos a una amiga que se vino a hacerle compañía con lo que yo pude entregarme al espionaje de los saldos con la calma que esta actividad requiere. Cuando ya pensaba que me iba de vacío encontré una pequeña joya, una edición lujosísima del Martín Fierro de José Hernández con prólogo de Jorge Luis Borges y con ilustraciones delicadas y sugerentes de Ciro Oduber.


Muy contento, colmado de la noche y sus aromas, del misterio del tiempo y agradeciendo a los cielos la compañía y al librero de la asociación de mujeres solidarias, el volumen que me llevaba a casa por dos euros, volvimos a casa. Todo esto que se ha contado lo hicimos con dos euros y ya digo, porque me crucé con este libro. Antes de irme a la cama me mecí unos instantes en las sentencias del gaucho Fierro y con ésta, sonando en mi cabeza, me quedé dormidito como un chavalín: “Ansí me hallaba una noche/ contemplando las estrellas/ que le parecen más bellas/ cuanto uno es más desgraciao/ y que Dios las haiga criao / para consolarse en ellas.”


Juan Antonio Gallardo

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