Juan de Dios Regordán
Acabo de escuchar las declaraciones de una Directora General de Educación de Cataluña sobre los tres euros que deben pagar los padres de los niños que deseen calentar su comida en su colegio. Da la impresión de que nadie quiere las reformas, pero que la mayoría quiere sacar tajada de esas mismas reformas. No se está de acuerdo con los recortes, pero las Comunidades Autónomas, incluida Andalucía, amenazan con cerrar colegios y hospitales. Todavía no he escuchado que se recorten los grandes sueldos o se luche con fuerza para terminar con los defraudadores y los paraísos fiscales.
De esta crisis hemos de salir a través de un desarrollo integral y solidario. El hombre debe encontrar al hombre, las naciones deben encontrarse entre sí y comenzar a actuar unidos para solucionar los problemas presentes y edificar con justicia el porvenir de la humanidad. Habrá que sugerir la búsqueda de medios para poner en común los recursos disponibles y realizar así una verdadera comunidad entre todas las personas y naciones. Este deber señala en primer lugar a los más favorecidos. Sus obligaciones tienen sus raíces en la fraternidad humana y se presenta bajo diferentes aspectos y obligaciones.
Así, la solidaridad exige a las personas y a las naciones ricas ayuda a los desfavorecidos y a los países en vías de desarrollo. La justicia social debe enderezar las relaciones comerciales defectuosas entre los pueblos fuertes y débiles, poniendo en su sitio a la “prima de riesgo” y alejarla de sus continuas amenazas. El deber de caridad universal lleva consigo la promoción de un mundo más humano para todos, en donde todos tengan que dar y recibir, sin que el progreso de unos sea obstáculo para el desarrollo de los otros. Compartir puede y debe ser la clave para conseguir un desarrollo solidario.
Que hay que luchar contra la pobreza ya nadie lo puede ignorar. Son innumerables las mujeres y hombres torturados por el hambre. Más duele aún que haya millones de niños subalimentados y buen número de ellos muere a tierna edad. Además el crecimiento físico y el desarrollo mental de muchos otros se ve con ellos comprometido. Y regiones enteras se ven así condenadas al más triste desaliento. Desde Cáritas, que actúa por todas partes, y a través de numerosos católicos que se entregan sin reservas a fin de ayudar a los necesitados agrandando progresivamente el círculo de sus prójimos.
Pero todo ello, al igual que las inversiones privadas y públicas ya realizadas, las ayudas y los préstamos otorgados, no bastan. No se trata sólo de vencer el hambre, ni siquiera de hacer retroceder la pobreza. Se trata de construir un mundo en que todos, sin excepción de raza, religión o nacionalidad, puedan vivir una vida plenamente humana, emancipados de las servidumbres que le vienen de la parte de los hombres y de una naturaleza insuficientemente dominada; un mundo donde la libertad no sea una palabra vana y donde el pobre pueda sentarse a la misma mesa con el rico (porque no habrá pobre ni rico). Ello exige a éste último generosidad, innumerables sacrificios y esfuerzos sin descanso.
A cada uno toca examinar su conciencia, que tiene una nueva voz para nuestra época. ¿Quién está dispuesto a sostener con su dinero las obras y las empresas organizadas a favor de los más pobres? ¿Quién está dispuesto a no defraudar y pagar impuestos para que los poderes públicos intensifiquen su esfuerzo para el desarrollo? Se debe producir más y mejor a la vez para alcanzar un nivel de vida verdaderamente humano y para contribuir al desarrollo solidario de la humanidad.
Juan de Dios Regordán Domínguez
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